lunes, 11 de abril de 2011

Quedan 619 días

Si todos los fines de semana son como éste, no aguantaré 619 días. Ni siquiera tendré la capacidad ni emocional ni intelectual para transcribir lo que acontezca. Poco más de seis horas de sueño en dos días, una extraña sensación psicológica que se mueve entre la euforia y la resaca y algo de remordimiento familiar me han hecho pensar que a esta hora de la noche dominical sufro mi 'jet lag' particular.
Pero, relataré las cosas por su orden. El viernes llegué tarde a la gestoría, todavía sin afeitar y con una combinación de prendas de Springfield y Cortefiel. Me queda mucho para renovar totalmente mi vestuario y actualizarlo con este siglo. Nada más entrar en la oficina me dirigí hacia el despacho de Jero. Aunque no es costumbre, su puerta estaba abierta. Parecía que estaba esperándome.

- Buenos días. Me esperaba, ¿verdad? -no me atreví a llamarle Jero. Me faltaron tanta agallas como agilidad mental.
- Cierre la puerta y siéntese.


Apenas me miró a los ojos. Aprovechó para ordenar algunos documentos y me observó unos segundos en silencio. Pudo comprobar que mi indumentaria no tenía nada que ver con mi gris apariencia de los últimos años. Tampoco lo era la barba de cuatro días.


- Ernesto, ¿está usted descontento por algún motivo? ¿Tiene algún problema en casa?
- No, ningún problema. Soy muy feliz. Más que nunca.
- Pues, ya me dirá qué es lo que está haciendo con esas pintas y con su actitud de esta semana.
- Bueno, me cuesta trabajo concentrarme últimamente. Son muchos años trabajando con estrés, pero a veces a uno le viene un bajón y...
- Y lo que quiere usted es darse de baja por ansiedad, claro -me interrumpió bruscamente.
-No, para nada.
- Mire, el martes llamó su mujer y estaba muy preocupada. No sé si ella estará el ajo, pero si lo que quiere usted es una baja, debe saber que en los años que llevo al cargo de esta empresa nadie me la ha jugado. Así que vamos a hacer una cosa. Cójase libre el día de hoy y, si quiere, no vuelva hasta después de Semana Santa. A la vuelta lo quiero ver aquí como siempre. Y si no aténgase a las consecuencias.
- ¿Consecuencias? ¿Me va a echar?
- De momento, tiene un expediente abierto por tomarse un día libre sin previo aviso -respondió con severidad.


Asentí, me levanté y por educación le di las gracias. No estoy acostumbrado a este tipo de envites. Antes de cerrar la puerta, Jero me advirtió que los días que me tomara libre se descontarían de mis vacaciones.


Al salir de la oficina, llamé a Gabi para ponerle al día. “Nunca pensé que echaras tantos cojones”, me dijo orgulloso. Me fui a casa a descansar y llamé a Teresa para preguntar por los niños. Aproveché la llamada para adelantarle que quería el divorcio y se puso a llorar. Le dije que era lo mejor y que no se preocupara por el dinero. Colgué. Ella me llamó justo después, pero no lo cogí. Me eché a dormir para reponer fuerzas, pero no podía conciliar el sueño. Demasiadas emociones seguidas y muchas cosas por hacer. Decidí que era un buen día para darme un homenaje culinario en el Parador de Gibralfaro. Todavía recuerdo el día que propuse a la vaca burra una cena romántica por nuestro aniversario y ella lo fastidió por un atracón de migas que se dio al mediodía en casa de su madre.
Borré aquella frustración con una factura de 92 euros y con el trato exquisito de un camarero que tenía que pensar que atendía a una persona con clase y adinerada, dos virtudes que extrañamente van juntas. Fui generoso con la propina.
Decidí completar la sobremesa en la terraza del Parador con gin tonic. Hendrick's con Fever Tree. No sé si me embriagó más el alcohol o los números que hice en las servilletas. 32.000 euros de una indemnización por despido improcedente, 20.000 euros que Teresa cree que están en un fondo de inversión de largo plazo y una prestación por desempleo que superará los mil euros mensuales. La primera cantidad se quedaría en la mitad, ya que entraría dentro del pacto que tenía pensado acordar con la vaca burra. Se quedaría con 16.000 euros de la indemnización, con la casa y con su hipoteca, y al cabo de dos años se quedaría con los 20.000 euros del supuesto fondo. Yo mientras tanto me quedaría con el coche y con la prestación íntegra hasta que encontrara un puesto de empleo que, claro está, no pensaba buscar. De esta forma, me quedarían 56.000 euros para gastar en los 619 días que restan para el fin del mundo. El impago del piso que alquilara, algunos fraudes con seguros y futuros préstamos personales harán posible que cada día pueda disponer de una media de más de 100 euros.
Mientras divagaba con estos números se acercó hasta mí un rostro conocido. Juanjo Gil, ex compañero de la gestoría. Había dejado aquella oficina para montar su propio negocio e intuí, por su apariencia, que con éxito.

- Hombre, Ernesto. La última persona que esperaba encontrarme esta tarde aquí.
- Pues ya ves, aquí estoy disfrutando de este día.


Al principio, rehuí darle muchos detalles sobre mi situación y mis planes. Pero, según íbamos bebiendo ginebra y recordando alguna anécdota de la gestoría, me fui soltando y terminé contándole casi todo. Me dio vergüenza contarle nada sobre Teresa y se tomó a broma mis ideas sobre el fin del mundo.
Juanjo es un tipo alegre, dinámico, con ambición. Nunca encajó en la asesoría. No me había caído muy bien en su paso por la empresa por su prepotencia, pero aquella tarde empecé a admirarle. Habló de lo bien que iba su negocio, de lo poco que trabajaba y de lo mucho que disfrutaba. Me animó a forzar el despido, pero con cautela. “Que se joda el viejo”, dijo aludiendo a Jero.
Fui incapaz de coger el vehículo después de tanto gin tonic. Me fui con Juanjo en su lujoso Range Rover Evoque.

- ¿Esto gastará lo suyo no? -le pregunté al sentarme en el coche.
- Pues sí, pero que se jodan los de Kioto. El dinero estará para gastarlo, Ernesto

Le comenté que había quedado con Gabi, para tomar algo en el centro y decidió unirse. Juanjo no estaba casado. Ni siquiera tenía una pareja fija. Mejor aliado para estos últimos días no podía encontrar.


Cuando llegamos a la terraza del Hotel Larios, Gabi ya estaba allí y acompañado por dos chicas que debían tener nuestra edad. Casualmente todos en la mesa tomábamos gin tonic. A partir de ahí, todos mis recuerdos están difuminados. Sé que comimos en algún bar cercano y que por el mismo sitio que entró la comida salió más tarde. Eso sí, triturada y con los nauseabundos matices que le proporcionan los ácidos estomacales.
Me desperté el sábado con un intenso dolor de cabeza. Estaba en casa de Juanjo, un lujoso chalet de Cerrado de Calderón. Y allí estaban todos. Juanjo, Gabi y las dos chicas, Eva y Micaela. Se habían repartido convenientemente en parejas de distinto sexo en dos habitaciones mientras yo dormía la mona en el sofá. Gabi fue el primero en levantarse.

- Ernestito, si vas a venir con alguien, avisa. ¡Que eramos impares! -me dijo con una mezcla de reproche y paternalismo.
- Ya, ya. No caí.
- Bueno, de todas formas, parece que tú tampoco lo has pasado mal.


Me llevó a casa y me dio el tiempo suficiente para ducharme y cambiarme. A la hora me recogió y nos fuimos a un chiringuito en la playa de Los Álamos. Creo que era uno de esos sitios donde comía pescaíto frito con Teresa. Ahora era algo muy diferente. Empezamos por un café y seguimos con mojitos. Gabi me dio varios consejos. Mi corte de pelo y mi timidez con las chicas no eran a su juicio buenos compañeros de viaje para mis planes.


Como buen aprendiz, puse en práctica algunas de sus recomendaciones con las féminas. Me acerqué a una chica pero con poco tino. Con cortesía me dijo que era “poco original” y provocó que me sintiera ridículo y mi retirada. Me queda mucho por aprender.
Después de cenar en un bar de tapeo de moda en el centro, Gabi y yo nos reunimos con sus amigos de los miércoles. Son un poco 'frikis', pero parecen divertidos. Poco a poco les iré cogiendo el sentido del humor. Fuimos hasta un bar de calle Beatas donde ponían un extraño mejunje de música española. Allí me presentaron a muchas caras bonitas, pero soy incapaz de recordar ninguna. Ni siquiera a la chica que terminé besando. Según me han contado esta mañana, desdoblé mi personalidad. Me hice pasar por un pintor y aseguré que uno de los cuadros que colgaban allí era una cesión generosa que hice al antiguo dueño del bar.
A pesar de mi notoria borrachera, conseguí que la víctima de mi improvisado ósculo me diera su número de móvil. Eso me ha dicho esta mañana Gabi por teléfono después de reprocharme que controle lo que bebo. He revisado todos mis bolsillos y no he encontrado nada más que monedas sueltas y pañuelos de papel usados. Ni rastro del supuesto número.
He salido de casa para comprar un campero en una hamburguesería cercana. Hoy ha hecho un día primaveral, pero no he tenido fuerzas para ir a ningún sitio pese a la insistencia de Gabi. Eso sí, le he hecho caso a una de sus sugerencias y he visto una serie de televisión que me ha recomendado, 'Californication'. Ayer me pasó las cuatro temporadas y entre esta tarde y lo que llevo de noche he visto los trece capítulos de la primera. Es un poco confuso ver al protagonista de Expediente X en el papel del tal Hank Moody.
He cenado comida china que he pedido por teléfono. Ha sobrado más de la mitad. Para mañana he planeado ponerme al día con las páginas a las que me he suscrito en Internet y pasar por la peluquería.
Después de este intenso fin de semana, sólo quedan 619 días.

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