viernes, 20 de mayo de 2011

Quedan 580 días (Vega de Geva, gambas de Garrucha y variedades rusas)

El mundo se va metiendo en su propia locura, en su propia agonía. Ya lo avisan las profecías más fiables. Esto no va a estallar de un día a otro.De hecho, estamos inmersos en la dinámica que nos llevará a la destrucción total. Seísmos, revoluciones (en los países árabes primero y ahora aquí en Europa), temporales, inundaciones,... Esto es sólo el principio. Y sólo sirve para confirmar que inexorablemente esto se va a la mierda. Mientras todo esto acontece, yo sigo por el camino trazado, el del disfrute. Una vez cerrado y confirmado el viaje a París, voy a intentar pasarlo lo mejor posible estos días. Mañana me voy a Sevilla con Gabi y Rubén. Me llevan a un festival de conciertos, pero me prometen que, además de eso, me enseñarán rincones únicos de la capital hispalense. Y que no falte la noche, claro.
Ayer asistí al inicio del fin de mi divorcio. Reunión con Teresa, su abogada y el mío, Fernando Guerra. La vaca burra parecía insensible. Dura y fría. Su representante fue la que más habló. Llegamos a un acuerdo rápidamente. Yo desistía de ver a los niños (de todas formas no los veía ni los quería ver) y ella mostraba su conformidad con las condiciones establecidas. El único problema es que su abogada, una chica poco agraciada pero con cierto morbo sexual, quería que le enseñase la documentación del fondo de inversión antes de firmar. Eso era previsible. Afortunadamente, pensé en esa posibilidad y preparé unas páginas membretadas de aspecto muy fiable. Creo que con eso colará. 
Para despedirme tuve el detalle de darle un beso en la mejilla a Teresa, pero ella no me lo devolvió. También se lo di a su abogada, a la que cogí ligeramente por la cintura, pero sin llegar a incomodarla. Estaba tan pletórico que casi besé a mi representante. Lo invité a comer al Alea, en calle Fajardo. Nos bebimos dos botellas de Vega de Geva y tapeamos algunas sugerencias del chef. El abogado de apellido bélico se quedó  atónito con mis motivaciones para divorciarme. Según iba bebiendo vino, le fui desgranando todos mis planes y mis teorías, aunque le pedí que guardara mis revelaciones como secreto profesional, claro.

- ¿De verdad piensa que se acaba el mundo?
- ¿De verdad no lo piensa usted? ¿Cuántas evidencias le hacen falta?

Sonrió para no entrar en una discusión que seguramente él consideraría absurda. Nos despedimos afablemente, pero con la certeza de que nunca más tendríamos que hablarnos ni vernos.
La tarde la pasé en casa viendo un documental sobre el fin del mundo en Canal Historia. Me interrumpió Gabi para recordarme que era miércoles y que no podía faltar a la cita semanal. Fui porque no tenía ganas de quedarme en casa, pero me arrepentí después porque tuve que soportar una soporífera discusión sobre los desarrapados de "Democracia Real Ya". ¡Y a mí que más me da esa gente! Me dan pena. 
Tapeamos en un tugurio cercano a la calle La Unión y terminamos tomando Jaggermeister en uno de esos bares de copa de barrio, donde todos te miran mal al entrar por no ser de la zona. Cogí un taxi hasta casa y seguí en casa bebiendo orujo hasta caer dormido en la cama. Esta mañana me he sorprendido abrazado a la botella vacía.
He permanecido en la cama hasta la hora del almuerzo. Para variar he decidido cocinar en casa. He cruzado hasta el mercado de la Merced y he terminado empapado con la maldita lluvia. He comprado conchas finas, peregrinas y gambas de Garrucha. En casa me aguardaba una botella de vino blanco de Marqués de Riscal. Me he peleado con los moluscos para abrirlos. Sobre todo con las conchas finas. Como daño colateral, un corte en la mano. Los crustáceos no han opuesto resistencia al hervor y se han cocido perfectamente. Deliciosas. Me recuerdan a los carabineros. No esperaba menos. Medio kilo me ha salido por 35 euros. Un día es un día. Y ya van quedando pocos.
Esta tarde me ha llamado Zelma. La he invitado a cenar y a salir a tomar una copa. Me ha dicho que mañana tenía un examen, así que hemos pospuesto nuestro encuentro a mi retorno de Sevilla. He telefoneado a Marcela y me ha tenido dos horas al teléfono. Cumple con el tópico argentino en su derroche de conversación. Me ha contado su vida, la de sus amigas y la de su perro, que le aguarda en Buenos Aires. Envidio su ingenuidad. Cree que todo lo que cuenta me interesa. Para desahogarme me he ido a la cervecería rusa que hay en calle Álamos. He probado algo de caviar y unos embutidos extraños. Lo he rematado con un vodka de nombre impronunciable. He salido bastante ebrio de allí, pero llevo una hora en casa y me noto más lúcido. Creo que he sido capaz de escribir todo esto sin olvidar nada importante. Insisto, creo.
Mientras tanto, miro mi calendario y compruebo que sólo quedan 580 días.


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